El Viejo Pérez

En el año 2002 yo tenía 19 años y fue la primera vez que vi a mi viejo llorar desconsoladamente, esas cosas nunca se olvidan. Fue un martes, el día en el que se dio cuenta que tenía que cerrar el lavadero de autos. La crisis nos había golpeado feo. A principios del 2001 él había sacado un crédito para poder comprarlo. La devaluación hizo que pagar el préstamo se volviera casi imposible y la crisis hizo que la gente dejara de llevar su auto a lavar. “Para qué voy a gastar guita si lo manguereo yo en la puerta de casa”, pensaban. Ahí fue la primera vez en que me di cuenta de que ya no éramos clase media, que pasamos a ser, lisa y llanamente, pobres. No es que ante nos sobrara la plata, pero tampoco nos faltaba. Mi papá tuvo que vender el auto para terminar de pagar el crédito, después de eso consiguió unas changas que le permitieron ir tirando. Mi mamá se puso a cocinar unas tortas que llevaba al club del trueque y ahí conseguíamos un par de cosas más. Yo salí a buscar trabajo, pero era casi imposible encontrar algo. Mis amigos estaban en la misma. Un día tomando unas birras con Juani, el Laucha y Nacho se nos ocurrió la idea. En realidad, fue a Nacho, que le gustaba ver películas. Dijo que teníamos que robarle guita a los que más tenían, a esos garcas que nos habían dejado en esta. Ellos se habían mandado todas las cagadas, la habían juntado en pala y ahora nosotros teníamos que sufrir por su culpa. Envalentonados por el escabio la idea nos fue gustando. Juani contó que tenía un compañero de la UBA forrado en plata y creía que el viejo era gerente de un banco o algo así. Además, estaba seguro de que el tipo, al laburar en un banco, había sacado sus ahorros antes de que lo agarrara el corralito y que seguro los tenía en la casa. Todos acordamos que ese debería ser nuestro primer robo. Lo aceptamos así, como algo natural, como si fuera un plan más que estábamos organizando, nada distinto a armar una fiesta o un partidito de fútbol en las canchas de la vía. Ninguno tenía armas y tampoco queríamos usarlas, ese fue otro arreglo al que llegamos, entrar, robar y salir. El Laucha fue el más piola de todos, a la semana fue al cerrajero del barrio y le dijo que quería que le enseñara el oficio así podía tener una salida laboral a futuro. “Usted no me paga nada, yo solo quiero aprender y de paso se liga un ayudante gratis”; obvio que el viejo agarró viaje. A los pocos días el Laucha ya sabía abrir cualquier cerradura con las herramientas más básicas, desde un taladro pasando por un martillo y un destornillador hasta terminar con una radiografía. Juani se puso a investigar para ver cómo podíamos hacer para desconectar la alarma. Intentó llamar a las distintas sucursales para ver si conseguía un manual, una pista o algo. Finalmente, en un foro de internet encontró un documento que tenía el código maestro para desactivar cada alarma según la compañía proveedora.

Queríamos entrar a robar a la casa del gerente cuando no hubiera nadie, sin embargo no sabíamos cuándo él y su familia no iban a estar. Vigilamos la casa con carpa, pero nada. Hasta que un día Juani llegó todo entusiasmado y nos contó que había escuchado al pibe decir que ese fin de semana se iban a Cariló. El viernes a la noche estábamos todos parados en la vereda de enfrente espiando. Nos habíamos vestido de negro y comprado pasamontañas para camuflarnos con la noche. Esa fue otra idea que Nacho sacó de una película. A las ocho de la noche la familia salió con el auto cargado. Era nuestra oportunidad. Por las dudas esperamos dos horas más antes de entrar, no vaya a ser cosas que se olvidaran algo y justo volvieran cuando nosotros estábamos adentro. La casa era uno más de los chalets de Vicente López. Otra genial ocurrencia, robar bien lejos del barrio. Y que está más lejos de Lanús que Zona Norte. El Laucha nos había avisado que abrir la puerta iba a hacer un poco de ruido así que yo llevé un parlante y puse la música al palo, los vecinos iban a pensar que se trataba de una joda y nadie se iba a poner a chusmear. En cinco minutos la puerta estaba abierta. La alarma empezó a activarse, pero para nuestra sorpresa, los códigos que Juani había conseguido funcionaron perfectamente. Entramos y nos dividimos para recorrer la casa. En el armario del cuarto encontramos la caja fuerte, la abrimos a martillazos limpios. Una caja fuerte chiquita es una boludez abrirla, no sé para qué en las películas buscan expertos. De la casa nos fuimos con ochenta mil pesos, unas joyas de la vieja y la playstation del compañero de Juani. En la casa del Laucha donde nos dividimos todo. Nuestra justicia social sólo llegaba hasta “robar a los ricos” porque después cada uno se patinó la plata como se le cantó. Ni siquiera nos preocupamos en darle algo a nuestras familias, al revés, la usamos para escapar de ellas. Nacho se llevó a la novia a la habitación más cara de un telo de Panamericana, el Laucha la gastó tuneando su Volkswagen Gol, y yo esperé hasta el lunes y me compré unas Nike a las que les tenía ganas. Juani se fue al cabaret Venus con ganas de enfiestarse con dos rusas tetonas que nunca le daban ni la hora porque sabían que no tenía un mango. Esa noche iba a desquitarse. Ahí fue la primera vez que se cruzó al viejo Pérez. Jamás pensó que en ese lugar se iba a encontrar a la persona más mala onda del barrio, pero ahí estaba. Arreglado como siempre, bien prolijo, con la camisa adentro del pantalón y el pelo peinado para atrás con gel. Tomando un whisky con hielo y con su característica cara de orto.

Unos meses después, envalentonados con el éxito de nuestro primer robo y viendo que la plata se nos terminaba empezamos a planear el segundo. El principal problema era que no sabíamos a quién robar, nuestros contactos con gente rica había sido uno solo y listo. Comenzamos a tirar otras opciones, se nos ocurrió que tenía que ser un lugar en el que hubiera plata en efectivo. Si bien el botín de la otra vez había sido generoso, vender las joyas había costado un huevo. En la calle Libertad se daban cuenta que eran robadas y que nosotros éramos unos pichis. Al final nos terminaron dando un cuarto de lo que valían.  El Laucha sugirió que robáramos una concesionaria, ahí seguro había plata y el dueño, sin ninguna duda, tenía que ser un garca. La desestimamos rápido, esos lugares siempre tienen las mejores alarmas y la policía iba a llegar antes de que pudiéramos irnos. Después de mucho pensarlo Nacho sugirió un supermercado, las cajas de seguridad están llenas de efectivo. Fuimos a un par de súpers de las grandes marcas y eso nos sirvió para darnos cuenta de que ahí era imposible. Después de los saqueos del 2001 había mucha seguridad y además cuando terminaba el día se llevaban la plata para otro lado. Yo tiré que los supermercados de barrio no podían tener esa seguridad y ahí encontramos nuestro próximo golpe. Nuestra cruzada justiciera había durado un solo robo, pasamos del gerente de un banco a un supermercado de barrio, un laburante que seguro sufría la crisis tanto como nuestra familia. El lugar elegido fue un supermercado chino de Saavedra. Llegamos a las diez de la noche con nuestros uniformes negros. La seguridad era un portón con una cadena y un candado, una boludez para el Laucha que por las dudas había llevado todas sus herramientas. Entramos y empezamos a revisar. Yo fui a las registradoras, Juani y el Laucha al depósito y Nacho para la carnicería. A los pocos segundos escuchamos el aviso de los chicos diciendo que habían encontrado la caja fuerte y el golpeteo del martillo del Laucha intentando abrirla. Sin embargo, enseguida tuve que salir corriendo hacia donde estaban ellos. Primero hubo unos gritos y después un golpe seco. Al llegar vi al chino tirado en el piso con un cuchillo en la mano. Tenía los ojos abiertos y alrededor de su cabeza se estaba formando un charco de sangre. Juani tenía un tajo en el brazo y lloraba, el martillo del Laucha estaba manchado con sangre y tenía unos pelos pegados. El Laucha comenzó a golpear la caja fuerte con toda su furia:

– ¡La puta que los parió! ¡Cómo no se dieron cuenta que el chino dormía acá!

Cuando la caja se abrió él seguía aporreándola con el martillo. Tuve que separarlo yo mientras Nacho metía los billetes en un bolso. Cuando llegamos al auto me largué a llorar, El laucha seguía puteando mientras manejaba el Gol a toda velocidad y Nacho, siempre tan racional, trataba de calmarlo para que no nos parara la policía porque si eso pasaba íbamos a ir presos como veinticinco años. Nosotros éramos chicos de barrio, en la cárcel nos iban a comer crudos, no íbamos a aguantar. Juani se había vendado el brazo con la franela del auto. Todo ese viaje fue en silencio. Ninguno sabía cómo seguir, se suponía que robábamos para tener un poco de plata, como una travesura, pero ahora habíamos matado a un hombre, algo había cambiado para siempre. De este robo sacamos 36 mil pesos, menos de la mitad del anterior. Esa noche dijimos que no íbamos a volver a robar. Durante una semana no nos hablábamos, la noticia salió en los medios y al poco tiempo fue reemplazada por otra. De a poco volvimos a llamarnos y a juntarnos. Estar en nuestras casas era una tortura, queríamos escapar de lo que pasaba ahí y de nuestros pensamientos que siempre nos llevaban a esa noche. Con el tiempo volvimos a gastar nuestro botín. Y esta vez lo hicimos en exceso, como si deshacernos de la plata fuera una forma de sacarnos la culpa.

Yo me puse a comprar ropa de marca, tanta que mi placard me empezó a quedar chico. Nacho, en malcriar a su novia: le compraba vestidos, colgantes y la llevaba a comer afuera. El Laucha había convertido el Gol en un Fórmula 1 y varias noches iba a correr picadas a Ciudad Universitaria. Juani iba al Venus. Él ya se había vuelto un habitué para ese entonces, las chicas lo saludaban por su nombre y nos contaba que el primer viernes de cada mes veía al viejo Pérez. Nunca faltaba. Todas las veces estaba igual. Con la camisa adentro del pantalón, el pelo peinado para atrás con gel y siempre pero siempre con la misma cara de orto. Nunca sonreía, por más que estuviera rodeado de las putas más lindas de Zona Sur.

Nuestro acuerdo de no volver a robar duró apenas unos meses. La excusa fue que lo hacíamos para vengarnos. Todo empezó por culpa de Laurita, ella era una amiga nuestra del barrio. Laura tenía un gato llamado Chayanne que, como a todos los animales de su especie, le gustaba salir a pasear por el barrio. En algunos de sus viajes se metía en el jardín trasero de Pérez quien le tiraba piedras al gato para echarlo. En realidad, el viejo le tiraba piedras a cualquier ser vivo que se asomara a su propiedad. Dicen que una vez le acertó con una piedra a una paloma y que esa fue la única vez que lo vieron sonreír. Una noche Chayanne no volvió a su casa, ni al día siguiente ni los sucesivos. Fueron inútiles los carteles de “PERDIDO” que pegó Laurita, su gato no aparecía. Ella tenía la certeza que el viejo, cansado de sus intromisiones, lo había matado. Por eso nuestro objetivo fue el viejo Pérez. Sabíamos que el primer viernes de cada mes iba al Venus durante varias horas, así que ya teníamos el día y horario. Por las dudas, y como faltaban dos semanas para la cita del viejo con el cabaret, quisimos investigar sobre él para ver qué más podíamos averiguar.

Al poco tiempo descubrimos que el viejo Pérez era un misterio en el barrio, nadie tenía ningún dato sobre él. Lo poco que sabíamos era lo siguiente: Se había mudado en el ‘83 a su casa. Siempre hablaba en imperativo cuando salía a comprar: “Dame La Nación”, “Poneme un kilo de asado”, “lléname el tanque”, bueno, ya entienden.  También era muy ordenado y prolijo. Juani se enteró que, en el Venus, las chicas que pasaban con él después no querían volver a atenderlo.  Y el último dato, quizás el más importante para nosotros, tenía mucha plata. Nadie sabía cómo la había hecho, sólo que la tenía. Ni siquiera sabíamos su verdadero nombre para así averiguar de dónde provenía su fortuna. Cuando le preguntaban cómo se llamaba decía Juan Pérez, andá a buscar en internet Juan Pérez, ochocientos millones de resultados te salen. Además, era obvio que era un invento suyo, quisimos espiarle el correo para ver si descubríamos su verdadero nombre, pero nunca pudimos.

Llegó el primer viernes de mayo y vestidos con nuestros negros uniformes nos preparamos para nuestro trabajo. El Laucha abrió la puerta enseguida y de nuevo nos dividimos en grupos. Nacho y yo nos quedamos en la planta baja y Juani y el Laucha se fueron al piso de arriba. No encontrábamos nada en nuestro piso hasta que descubrimos que debajo de una alfombra había una puerta que llevaba a un sótano. La abrimos y bajamos. Si estaba tan escondida debía ocultar algo importante. Al bajar la escalera vimos que el sótano estaba divido en dos cuartos claramente construidos por el viejo. Entramos primero al de la derecha y ahí fue cuando descubrimos el horror. Atado sobre una mesa estaba Chayanne, tenía un ojo quemado por un cigarrillo, parte de su cuerpo estaba despellejado y lo peor de todo: seguía vivo. Nacho, apiadándose del animal lo agarró de la cabeza y se la empezó a retorcer haciendo mucha fuerza hasta que finalmente le pudo romper el cuello poniéndole fin a su sufrimiento. Fue ahí cuando escuchamos que el Laucha gritó “¡volvió el viejo!”. Justo ese viernes la policía había decidido clausurar el Venus por lo cual Pérez decidió volver a su casa sólo para encontrarse con que estaba siendo robada. El Laucha pudo salir corriendo. Desde abajo escuchamos un disparo, el viejo tenía un arma y le había disparado a nuestro amigo, por suerte no le dio y pudo escapar. Juani saltó desde la ventana de la habitación al jardín y desde ahí, al igual que el Laucha, saltaron la medianera a la casa de al lado. El problema para nosotros era que estábamos atrapados en el sótano. Podíamos escuchar cómo lentamente Pérez bajaba las escaleras. Decidimos escondernos en el cuarto donde estábamos, esperando agazapados a ver si podíamos sorprenderlo y así escapar. Sus pasos se acercaban cada vez más y al llegar a la puerta se detuvieron. De repente escuchamos que abría el picaporte del otro cuarto y entraba a revisarlo. Esa era nuestra oportunidad. Salimos corriendo hacia la escalera. Al escucharnos, el viejo salió apurado de la habitación y disparó. Escuché a Nacho gritar, me di vuelta y vi que la bala le había dado en la pierna. Pérez levantó su arma nuevamente, pero esta vez apuntando hacia mí. Con toda la fuerza que pude juntar logré terminar de subir las escaleras y escaparme abandonando a mi amigo. Corrí hasta quedarme sin aire. Cuando me junté con Juani y el Laucha les conté entre lágrimas lo que nos había pasado. Les insistí para que fuéramos a la policía, pero ellos se negaron rotundamente. Amenacé con ir yo, pero con un par de golpes me hicieron entrar en razón. Si íbamos a la comisaria teníamos que explicar que habíamos entrado a robar y eventualmente iban a descubrir que, además, en un trabajo anterior, habíamos matado a un inocente. Nuestra amistad terminó esa noche, no por las peleas si no por el hecho de que no podíamos mirarnos a los ojos. Los tres sabíamos que habíamos abandonado a nuestro amigo. A los pocos meses conseguí trabajo como cadete en una multinacional y con el tiempo fui ascendiendo, cuando pude ahorrar algo de plata me fui a vivir solo bien lejos de la casa del viejo. Juani se casó con su novia y pocos meses después de su luna de miel ella lo dejó por su jefe, el Laucha murió en un accidente en la ruta en el 2007.

Diez años después del robo, alertados por un espantoso olor, los vecinos llamaron a la policía. Cuando los uniformados ingresaron a la casa descubrieron al viejo Pérez muerto. También encontraron encadenado en el sótano a un hombre torturado hasta la locura. Él tenía la boca cosida y cuando los médicos se la pudieron abrir comprobaron que también le habían cortado la lengua. Un ojo se lo habían arrancado, tenía partes de la espalda despellejada y la mitad de su cuerpo había sido quemada por un soplete en reiteradas ocasiones. Sus rodillas estaban llenas de agujeros hechos con un taladro que de tanto usarlo tenía la mecha ya gastada.  En el brazo tenía una intravenosa conectada a un suero que lo alimentaba para mantenerlo vivo. Su mano derecha era una garra deforme de tantas veces que sus dedos habían sido fracturados, y sus uñas habían sido arrancadas una por una. Nunca pudieron identificar a la víctima, pero yo sabía quién era. Después de tantos años mi amigo seguía vivo. Él estaba en shock, no hablaba ni se movía. Lo internaron en un hospital de la zona para ver cómo podían salvarlo. Un día me metí entre los familiares de otros pacientes y escondido en un depósito esperé a que se hiciera la noche. Cuando todo estaba tranquilo y el policía que lo cuidaba se fue al baño me escabullí al cuarto de Nacho. Él abrió su único ojo al escucharme entrar. Nos miramos por unos segundos y una lágrima cayó por su cara. Estoy seguro de que en ese momento dijo mi nombre. Le desconecté el respirador y le puse una almohada sobre la cabeza. Nacho no ofreció resistencia.

Desde ese día nuca más volví al barrio, ni siquiera a visitar a mis viejos.

Deja un comentario